Desde siempre se ha dudado de la existencia de este espécimen, se le ha considerado uno más de los mitos que el hombre inventa para no aceptar sus crueles limitaciones; ha permanecido en duda así gracias a su invisibilidad y cautela, y sobre todo gracias a ese bello concepto de lo inexpresable que domina ciertas mentes privilegiadas y escasas. Lo cierto es que es particularmente evasivo y habita las planicies interiores de los lectores (una especie aún más rara por su evidente tendencia a la inmolación). Esta magnífica bestia fue reconocida alguna vez por mi enemigo Andrei tras haber concluido la realización de “La infancia de Iván”, quizá una mañana borrada en la que tomó papel y lápiz para garabatear un poema, una infamia o bosquejar algún vaso que se desplaza… o en alguna tarde en la que solía ensimismarse hasta provocar una especie de singularidad malsana… y esta bestia que hoy nos ocupa no puede ser otra que: “El texto literario que no puede llevarse a la pantalla”. Se caracteriza por un esqueleto macizo, músculos dinámicos y por su plumaje hecho de palabras que dan paso a imágenes tan precisas y originales como para inculcar en el alma de ese hipotético lector una vastedad incalculable que incluso lo hace conectar con “la humanidad”, así genéricamente; y es que posee una densidad tal que una sola de sus plumas, una de las más ligeras y bellas, puede producir cientos de páginas de guión, otro tanto de apuntes con movimientos de cámara, ideas para la edición y todavía muchos más ríos de tinta de sesudos críticos literarios y cinematográficos que denunciarían los faltantes; aquellos críticos que combinan ambos géneros (el literario y el cinematográfico) son los peores, se sabe. Volvamos al tema. “El texto literario que no puede llevarse a la pantalla” es en sí indivisible, es decir, no puede entregarse a un taxidermista ya que se deshace en el aire tras un juego de luces, por lo que no podrá encontrar uno en ningún museo de historia, al menos uno verdadero; hay que conformarnos con su presencia de la cual dicen surge la personalidad de su creador, aunque yo personalmente, lo dudo. Andrei sugería evitar esta bestia so pena de caer en las propias trampas que la gente de cine, perversa como ella sola, tiende para engañar al público y atraparlo en un mundo impúdico por el precio de una entrada y un bote de palomitas rancias. Algunos dicen que han domesticado a esta ave rara, logrando cierto éxito, pero para mí son falsificaciones, charlatanerías: los vacíos se notan y la bestia mítica pierde esa belleza inexpresable y, especialmente, esa sustancia etérea que es “la verdad avalada por la vida” y la vida avalada por la belleza. Tras un decepcionado suspiro concluyo lo siguiente: hay muchas expresiones de lo inefable.
Enrique López T.
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